
En una Habana donde lo clandestino es parte del día a día, la bolita de cuba sigue siendo la vieja y confiable lotería ilegal que resiste el tiempo y la vigilancia estatal. Sus números se cantan en voz baja en las esquinas, se susurran en los solares y se anotan con destreza en pequeños papeles que, de ser necesario, desaparecen con un simple movimiento de muñeca. Aquí, en esta ciudad donde la suerte se busca tanto como la comida, los apuntadores y mensajeros mantienen viva una tradición que se remonta a tiempos anteriores a la Revolución.
“Juega 23 al fijo, que anoche soñé con una pelea de gallos”, le dice un hombre de mediana edad a un bolitero en la calzada de Diez de Octubre. Con una rapidez de prestidigitador, el apuntador desliza un papelito de su bolsillo, anota el número y el monto, y sin levantar la mirada murmura: “Suerte, mi hermano”. Y es que en la bolita, como en la vida, hay que confiar en la buena fortuna, aunque rara vez llegue.
La bolita, un juego ilegal, como todo en cuba
Desde hace décadas, el juego ha sido perseguido con el mismo rigor con que el Estado combate otras formas de iniciativa privada. Pero si la escasez es un fantasma que merodea la isla, la esperanza también lo es. Y por eso, con cada amanecer, la red de la bolita se despliega como un organismo invisible pero eficiente. Cada barrio tiene su apuntador de confianza, cada apuntador tiene su mensajero, y todos responden a una figura mítica e inalcanzable: el banco. Este último, el gran beneficiado, es el encargado de recoger, calcular, pagar y, sobre todo, mantenerse en las sombras.
El banco es un fantasma
“El banco es un fantasma”, dice Omar, un antiguo mensajero que ha pasado más de una vez por el calabozo. “Hoy puede estar en Marianao, mañana en Centro Habana y pasado en el Cerro. Nunca en el mismo sitio por mucho tiempo, porque si lo agarran, se cae todo”.
El sistema es infalible en su clandestinidad. Se basa en la confianza, la rapidez y la discreción. Los números ganadores se sacan de la Lotto de Miami, emisora de sueños al otro lado del mar, que con cada sorteo dicta la suerte de cientos de cubanos. Es una paradoja deliciosa: un país que prohíbe los juegos de azar, pero que se rige por los números de una lotería extranjera.
Las ganancias, aunque desiguales, son atractivas. Si se acierta un número fijo, el pago es de 75 veces la cantidad apostada. Los más arriesgados buscan el “parlé”, combinación de dos cifras que puede multiplicar el dinero hasta mil veces. Y para los que desafían al destino con tres números o más, el “candado” es la jugada suprema. Un juego de azar en una sociedad donde el azar ya lo domina todo.
La bolita, más que un simple juego, es un espejo de la realidad cubana. Aquí no hay distinción de clases ni de ideologías. Juegan los obreros y los intelectuales, los jubilados y los jóvenes, los militantes del partido y los opositores. La bolita no discrimina, solo reparte esperanzas efímeras.
“Si el gobierno quisiera acabar con esto, ya lo hubiera hecho”, opina Manolo, un apuntador con más de treinta años en el negocio. “Pero les conviene que la gente tenga en qué entretenerse. Total, la vida aquí es una lotería de todos modos”.
Mientras la bolita de cuba siga siendo un resquicio de ilusión en la cotidianidad cubana, los números seguirán corriendo de boca en boca, de sueño en sueño, de bolsillo en bolsillo. Porque en Cuba, donde la suerte es tan escasa como la carne de res, siempre habrá alguien dispuesto a apostar por ella.